Batok

Por Jessica Luna, arquitecta

APO WHANG-OD

En 1991, montañistas alemanes encontraron en los Alpes de Ötztal, Italia, a 3.200 metros de altitud, un cuerpo momificado con una data de cinco mil años. La singularidad de este hallazgo fueron los sesenta y un tatuajes que tenía en todo su cuerpo, líneas paralelas distribuidas a lo largo de sus rodillas, tobillos y espalda baja, por lo que se especuló que estarían asociadas a fines terapéuticos por concordar con puntos de la acupuntura o a símbolos personales como distinción del individuo.

Si bien, antiguamente, el tatuaje fue una manifestación artística, también tenía significados ceremoniales o simbólicos, como en el antiguo Egipto, Grecia y Roma. Hoy el tatuaje ha transitado hasta convertirse en un arte que, por lo general, decanta en un fin exclusivamente ornamental, atravesando culturas, con características diversas, llegando a manejar perspectivas, brillos y sombras. Sin embargo, en una aldea montañosa en la región de Kalinga, Filipinas, Apo Whang-Od, la última tatuadora tradicional de su generación en la aldea de Buscalan, persiste en mantener la tradición del tatuaje realizado a mano y con elementos de la naturaleza: el arte del batok.

Whang-Od, conocida también como María Oggay, es una mambabatok filipina de 106 años de edad, considerada la más longeva de su generación. A los dieciséis años realizó su primer tatuaje y de ahí en adelante fue convocada por aldeas vecinas para grabar símbolos sagrados de sus antepasados. El batok, una técnica de tatuaje, es propia de los pueblos indígenas en Filipinas y esta, particularmente, de la tribu Kalinga. Se ejecuta con una espina afilada de pomelo engarzada a una varita de bambú, teñida con hollín de carbón diluido en agua, que penetra en la piel con pequeños y consecutivos golpes siguiendo diversos patrones. El bikking, tatuaje en el pecho con dibujos que ascienden hasta los hombros y descienden por los brazos, tarda días en ser realizado, siendo ejecutado a mano alzada con trazos que encantan por su imperfección individual y seducen por la perfección del conjunto.

Para los hombres kalinga ser tatuado después de una batalla implicaba ser reconocido como guerrero cazador de cabezas, práctica común en estas tribus; mientras que para las mujeres estos representaban belleza y protección, y la única pertenencia que se llevarían después de la muerte. Sin embargo, la pacificación entre tribus y el arribo de misioneros católicos empujaron esta práctica al extravío en la memoria, casi extinguiéndola.

Whang-Od señala que el arte de tatuar es como un idioma y que, por lo tanto, solo escuchándolo y esforzándote puedes aprenderlo. Ha sido este lenguaje el que le ha dado sentido a su vida, pues su anhelo era vivir hasta los cien años haciendo tatuajes, cuestión que ha logrado exitosamente. Afirma que mientras sus ojos puedan ver, seguirá feliz entregando el tatak Kalinga a todos sus visitantes. Ciertamente, su firma constituye hoy un símbolo de las muchas antiguas tradiciones no perdidas de nuestras primeras generaciones, pues fueron retomadas por nuevos protagonistas que reinterpretan y enriquecen la memoria de su gente.