Familias de acogida: Amor incondicional

Esta es la historia de una familia y su camino para transformarse en una Familia de Acogida. De conversaciones de sobremesa masticando el tema, de entrevistas, de test sicológicos y visitas con un equipo asesor. Un viaje marcado a fuego por la generosidad y el tremendo regalo que ha significado para ellos acoger a un niño en situación vulnerable. “Mucha gente te dice: es que no quiero sufrir, no podría hacerlo porque me muero si tengo que entregarlo. Y les digo: no te vas a morir, porque lo hiciste por amor y el amor no mata, el amor fortalece”.

Por Macarena Ríos R./ Fotografías Javiera Díaz de Valdés

Una entrevista que leyeron en una revista fue la punta de lanza para que Jaime De la Horra y Francisca Aspillaga se cuestionaran el tema. En ella explicaban lo que significaba convertirse en Familia de Acogida y de lo importante que era “salvar” a los niños, antes de que fuera demasiado tarde y llegaran a una residencia de Mejor Niñez (ex SENAME).

“Es más fácil criticar que los procesos de adopción son lentos, que el sistema está viciado, que hacer algo real”, dice Jaime con la pequeña María (su nombre fue cambiado para reservar su identidad) en brazos. ¿Qué les parece si abrazamos este proyecto y nos convertimos en Familia de Acogida?, les preguntaron a sus cuatro hijos. “Todos engancharon altiro y partimos el proceso en María Acoge, una de las instituciones pertenecientes a la red de la FAE (Familias de Acogida)”, recuerda. Corría el año 2018.

Hacía tiempo que la veta social se había impregnado en ellos. Jaime, como director de la Fundación Las Rosas, y el voluntariado de Francisca en un hogar de niños, los acercó a realidades duras y complejas.

Era hora de hacer algo. De hacer algo real.

El proceso de inducción duró seis meses. Los involucró a todos como grupo familiar. Hubo entrevistas, charlas, visitas con sicólogos y asistente social. También dudas y preguntas. Pero, sobre todo, la certeza de que había que devolverle la mano “al de arriba” y transformarse en una vía alternativa antes de que los niños entraran al sistema de residencialización.

“Y ahí apareció Maxito”, dicen a coro. Francisca recuerda: “Tenía unos cuatro meses, era un gordo delicioso que venía con el síndrome de abstinencia. Cuando me mostraron una foto suya sentí que Dios me decía: “Pancha, si quieres ayudar es ahora, este niño te necesita”.

No hubo mucho tiempo de preparación. “Nos avisaron un lunes y llegó ese viernes a la casa. Tenemos un video de cuando lo fuimos a conocer. Estaba solo en su cunita tomándose su “papa”. Me acerqué, le saqué el chupete y me sonrió. Sentí que lo quise altiro”, relata.

A partir de ese día, nunca más se tomó su mamadera solo; seis pares de brazos dispuestos fueron más que suficiente. “Vivir con Maxito fue una experiencia maravillosa, lo amamos todos. Pasó a ser nuestro quinto hijo. Cuando ya tenía unos ocho meses nos repartíamos las tardes de la semana para cuidarlo y estar con él”.

Francisca me muestra su celular. Tiene guardadas cientos de fotos de Max. Su primera ida a la playa, a las dunas, al campo. Su primera comida, sus primeros pasos, su primer cumpleaños. “Era un niñito tremendamente feliz”.

Vivió con ellos durante un año siete meses, mientras arreglaban los papeles para la adopción con otra familia. “El tiempo que estuvo con nosotros fue lo máximo y nos marcó para siempre. Fue un regalo y un aprendizaje inmenso. Nos unimos mucho como familia”.

Pero todo tiene una fecha de término y llegó la hora de dejarlo partir.

“Ese día escribiste algo precioso, María Jesús”, le dicen a la hija mayor del matrimonio. María Jesús lo busca en Instagram y lee: “El dolor más fuerte. El acto de amor más grande. Mi niño de la risa más contagiosa, la mirada más linda, el cuello más comestible, el olor más rico, los ojitos más brillantes. Con él las mañanas mejor despertadas, el desayuno mejor compartido, el almuerzo más reído, el paseo mejor acompañado. El más regalón y gozador, el que nos deja los recuerdos más lindos, las enseñanzas más grandes, los abrazos más inolvidables y las ganas de retroceder el tiempo más fuertes”.

Pasa un ángel, el silencio toma palco. Los momentos vividos siguen ahí.

Francisca levanta el antebrazo. Tiene grabada la letra “M” en cursiva. Jaime hace lo propio, mostrando un tatuaje idéntico en el suyo. Y María Jesús, y Francisca y Daniela y Nicolás. La “M” impoluta, rotunda, casi como un recordatorio, está dibujada en sus brazos.

“Fue como un rito familiar”, dice Francisca.

“Un proceso sanador”, explica Daniela.

“Una suerte de cierre”, comentan todos, “como una despedida”.

“Nos tatuamos”, cuenta Francisca con voz queda. “Le encontré un sentido muy lindo, porque, aunque no esté físicamente, lo llevamos en el corazón, es parte de nosotros. Me encantaría que supiera que una familia entera se tatuó su nombre por amor a él”.

AMORES QUE SANAN

Un año después llegó María. “Tenía dos meses cuando nos llamaron. Su madre adolescente la había abandonado en el hospital. Estaba desnutrida y, pese a los esfuerzos del hogar donde estaba, no podían sacarla adelante. ¿Sabes cuánto se demoró en recuperar su peso cuando llegó a nuestra casa? Dos semanas”.

Habla Francisca: “Está comprobada la importancia del apego durante los primeros años de vida, por eso la relevancia que tiene una familia de acogida, para evitar o reducir el paso por una residencia de Mejor Niñez, para que vivan en carne propia lo que significa el amor y el cariño incondicional de una familia y así proteger sus derechos”.

Mientras conversamos, María demanda, parlotea, se hace notar. “Con Jaime sentimos que hemos criado seis niños, entre los propios y los de acogida”.

No están solos. Un equipo integral, compuesto por sicólogos, asistentes sociales y sicopedagogos, está en permanente comunicación con ellos.

María estira los brazos hacia Nicolás.

¿Qué ha significado ser hermanos de acogida?
Nos encanta. Se sufre harto cuando se van, pero es tan bacán verlos crecer, ver que de a poco esos ojitos apagados se van llenando de brillo, que van engordando, sonriendo, que van aplaudiendo.

Actualmente, en nuestro país hay más de cien instituciones con programas de acogida. Según las últimas cifras oficiales, 117.635 niñas, niños y adolescentes se encuentran en uno o más programas de protección y, de ellos, solo un 6% (7.054), corresponde a programas de Familias de Acogida (FAE). Durante este año sólo han postulado noventa y una familias. Existe una gran carencia de amor.

“Este es un tema país del cual hay que hacerse cargo. La experiencia de acoger es maravillosa, y la recomendamos absolutamente. Los invitamos a abrir el corazón y a formar parte de esta gran cruzada”.

¿Cómo lo definirían en una palabra?
Como un apostolado.