Filipinas y el renacimiento español

por Sergio Melitón Carrasco Álvarez Ph.D.

En 1492, Colón arribó a América y, en 1521, Fernando de Magallanes cruzó el Océano Pacífico tratando de alcanzar las islas Molucas (Indonesia), aunque lo que exploró fueron islas de lo que hoy es Filipinas. Tuvo enfrentamientos con indígenas y murió en una de las refriegas. Su lugarteniente, Juan Sebastián Elcano, consiguió completar el viaje, llegó a las Molucas, y volvió a España con una carga de especias, luego de dar la vuelta al mundo navegando siempre hacia el oeste.

Filipinas fue llamada así por Ruy López de Villalobos que, en 1543, recorrió el área, y llamó al archipiélago Islas Filipinas en honor a Felipe II, rey de España, a la sazón dueño del mundo; y se puede decir que la colonización española en Asia comenzó en ese momento. Lo mismo que sucedió en Hispanoamérica, pasó también en Filipinas: se aplicó el concepto civilizador español, imponiendo lengua, derecho, religión, y un modo imperial de ordenar la sociedad.

Filipinas era un universo de gentes variopintas que hablaban decenas de dialectos, con poco contacto y nulo interés en conformar un todo unificado. España les dio unidad y común entendimiento. Se fundó Cebú, luego Manila; hubo “gobierno, justicia, orden y policía”, y por cierto, educación católica. Por trescientos años, Filipinas fue parte del virreinato de Nueva España, o sea México, con el que tuvo permanente contacto; y pesar de la distancia la cultura hispano-filipina alcanzó intensidad máxima.  Los curas abrieron escuelas, florecieron artes y letras, se fundaron universidades y se desarrolló una curiosa sociedad muy cristiana y de sabroso tono asiático-español.

Todo eso duró hasta la guerra entre España y Estados Unidos, a fines del siglo XIX.  Washington adquirió Puerto Rico, ganó enorme influencia sobre la región del Caribe, y allá en la lejanía, se adjudicó Filipinas. Entonces, bajo mando y control estadounidense, comenzó la gradual remoción de lo hispano. Pero la cultura española llegaba hasta los huesos de los filipinos. El agringamiento era un ropaje nuevo que aún tenía que probar sus ventajas. Entonces vino la invasión japonesa, la Segunda Guerra Mundial y la liberación. La famosa foto del general MacArthur desembarcando en una playa con tenida caqui y su infaltable pipa, ahorra mil palabras. Ahora, la mano norteamericana caía fuerte sobre Filipinas; y si bien en 1946 se declaró república soberana, sólo fue otro modo de dominio. Sucedieron gobiernos autoritarios o corruptos, o ambos; nada que la masa pudiera evitar. Hubo reformas de aparente modernidad que inevitablemente enrielaban a Filipinas hacia una vía de desarrollo of American type. Filipinas se entregaba a la nueva cultura triunfante y exitosa.

El inglés se hablaba en todas partes. Pero no era necesario por eso renunciar al español; mas, se hizo por decreto. Se dejó de hablar la lengua en que escribieron intelectuales como José Rizal o Emilio Aguinaldo. El español quedó relegado a tradición familiar, a lengua de las abuelas. Porque no fue sólo en Filipinas. En muchas partes sucedió que la porción media de la población, criada e influenciada por los conquistadores, se transformó en la base criolla educada que construyó un nuevo país. Pero también ha sucedido en muchos lugares que esos mismos criollos embriagados de modernidad, traicionaron a sus ancestros, quisieron renunciar a sus raíces y en una locura revolucionaria sólo trajeron dolor.

Sin embargo hoy hay un renacimiento. El español, como lengua, ha ganado un nuevo sitial y los filipinos se han dado cuenta. Ha vuelto a crecer el interés por la lengua colonial que hizo posible la existencia del pueblo filipino integralmente unificado. Aún existen en Filipinas los dialectos ancestrales y eso es una maravilla. Pero tal cosa no constituye una república. Fue el español la lengua que recogió y enalteció leyendas, mitos, costumbres, que de otra manera se habrían esfumado. Fue en español que se tejió la historia de Filipinas; y quien lee español puede apreciar un pasado que de otra manera no existe, porque no tendría cuerpo, ni textos, ni espíritu.

En Chile, en el mes que se celebra el descubrimiento de América, evaluaremos la validez de nuestra constitución. Esperemos que fiebres y epidemias se vayan, y ya no hagan más daño. Las peores son las que hacen creer que se puede volver a inventar la rueda. Pero no hay que preocuparse. Lo que está bien hecho, bien dicho y viene de Dios, renace, porque es eterno.