Progreso y crisis permanente

Por Hernán Cortés O. Académico e historiador Universidad de La Serena.

«La educación en la historia regional»

En el siglo XVII, el sistema político de gobierno era la monarquía absoluta, cuyo máximo representante, el rey, firma como: “El Estado Soy Yo”. La nobleza y cortesanos mantienen los privilegios sometiendo al estamento de trabajadores urbanos y rurales, a generar la riqueza del reino. Pagan onerosos impuestos y contribuciones en favor del rey y su corte, llevando una vida llena de lujos y despilfarros. Política y corrupción van asociados al poder de la Iglesia. La pobreza, el hambre, las enfermedades y el expolio, reducían la esperanza de vida de la población.

Este tétrico espectáculo motivará la reflexión de los filósofos del siglo XVII y del XVIII, quienes proclaman el uso de la razón para conocer la realidad humana y proponer soluciones políticas y así alcanzar la felicidad del pueblo. Los racionalistas deben usar la lógica y la crítica como instrumentos esenciales para crear soluciones prácticas con resultados permanentes. El siglo XVIII es llamado el Siglo de la Ilustración, de Las Luces o Iluminismo, y los reyes y sus ministros secretarios, déspotas ilustrados. Salvador de Madariaga, historiador español del siglo XX, señala que la monarquía absoluta al asimilar las ideas del racionalismo, absorbe las semillas de su propia destrucción. Hoy un norteamericano parafrasea la misma aseveración para explicar el supuesto fracaso del neoliberalismo capitalista. La Revolución Francesa sepulta a los reyes y nobles de Francia y arrastra a los revolucionarios hacia la guillotina, iniciándose el proceso histórico para la formación de las repúblicas en el mundo.

Lo interesante es la herencia que nos deja este devenir histórico, pues la herramienta esencial para realizar los cambios en la sociedad es la educación, a través de los liceos, los institutos y las academias. La premisa es: los gobernantes, depositarios de la soberanía popular y el gobierno, deben utilizar la educación para crear al hombre nuevo. A partir de este momento se inicia la lucha doctrinaria e ideológica para controlar el sistema educacional del país y, por ende, imponer sus propios planes y programas.

Si en el siglo XVIII los religiosos tenían el control de todo el sistema educacional, al llegar la República se postula formar un ciudadano según los cánones filosóficos del liberalismo ilustrado. Por ello se crean los institutos para formar a los ciudadanos que deben administrar las instituciones del Estado. O´Higgins, Carrera, Domeyko, Montt, Balmaceda, Letelier y quienes sucederán en los gobiernos, postularán una educación laica y liberal. Bajo esta doctrina se crea el Instituto Nacional de Coquimbo, luego, los liceos de hombres y de mujeres. La Universidad de Chile, para formar a los profesionales liberales y por ser el presidente de la república su patrono, deberá ejercer la supervisión y fiscalización de todo el sistema de educación pública y privada.

Para contrarrestar este dominio ideológico político laico, la Iglesia crea los colegios femeninos y de hombres, bajo la tutela de sacerdotes regulares, laicos y con los conventos de monjas. La Pontificia Universidad Católica de Chile orientará la educación cristiano católica con la formación de sus propios profesores, obviando la formación laica de los profesores de las Escuelas Normales.